Las Ana Frank que el mundo no ve – Metteoro.com
Ana Frank

Sylva notó algo en el brazo. Una mano trataba de despertarla. Cuando levantó la cabeza del hombro de su tío, él señalaba a lo lejos, a través de la ventanilla del avión.

“Vi el monte Ararat. Es un símbolo, como el Monte Fuji para los japoneses. Estaba nevado y sentí que me llenaba de belleza y de una tristeza inmensa. La montaña ya no era nuestra, pertenecía a Turquía”.

Hace casi tres décadas que Sylva Torossian reside en España, pero recuerda perfectamente su primer viaje en avión. Era verano de 1975, tenía 18 años y visitaba su país, Armenia, por primera vez.

Para ella, transportarse hasta esta pequeña república del Cáucaso Sur era como zambullirse en las páginas de un cuento que le habían contado miles de veces, y que había leído otras tantas. Significaba sobrevolar un lugar fantástico cuya existencia, desde niña, solamente había podido imaginar.

“Estás en el desierto y tienes dos hijos, uno más fuerte que el otro. ¿Qué haces? Abandonas al más débil. Por eso mi madre sobrevivió”. Los ojos claros de Sylva han enrojecido y responde enfadada, como si alguien la hubiera forzado a confesar.

Para esta profesora de 59 años, hablar de sus difuntos, antepasados e incluso de la historia de su país equivale a hablar de una tragedia reciente. A pesar de haber residido en países muy distantes entre sí y de hablar seis idiomas, Sylva vive conectada con Armenia a través de un cordón umbilical que alimenta su identidad.

Sylva nació en Francia, en la diáspora. Fue allí donde sus padres se enamoraron. Ambos eran armenios pero procedían de dos Armenias muy distintas.

El joven Torossian era originario de la Armenia bajo control soviético. Luchó en las filas del Ejército Rojo hasta que los nazis lo encerraron en un campo de concentración durante cuatro largos años.

“Consiguió escapar a Francia”, cuenta Sylva. “Allí una mujer armenia llamada Nvart lo escondió de los nazis, perseguían a mi padre y ella lo cuidó como si fuera su hijo mayor”.

“Estás en el desierto y tienes dos hijos, uno más fuerte que el otro. ¿Qué haces? Abandonas al más débil”
El trayecto de la madre de Sylva hacia el país galo fue igualmente aterrador, aunque ella fuera demasiado pequeña para recordarlo. Había nacido en Nor Gugh, un pueblo armenio bajo control del Imperio Otomano (actual Turquía). Cuando tenía poco más de un año, las fuerzas imperiales la expulsaron de su casa junto a su madre y su hermano.

La abuela de Sylva caminó hacia el desierto Sirio con un bebé y un niño a cuestas. Los soldados no les permitieron cargar agua ni comida. El resto de la familia había sido asesinada. Todo en 1923, el último año en que el Imperio Otomano se mantuvo en pie.

Herido por las rebeliones árabes apoyadas por Gran Bretaña durante la Primera Guerra Mundial, el imperio pasó a convertirse en la República de Turquía presidida por Kemal Atatürk. Aunque renunció a la idea imperial, las matanzas y expulsiones de los armenios siguieron produciéndose.

Cuando se le pregunta cómo su sobrevivieron, de qué forma llegaron a Francia, Sylva parece tener el poder de apagar el sonido del mundo. La habitación enmudece y ella se tensa como si fuera ayer cuando su madre huía de la muerte nada más nacer, envuelta en un fardo. Su abuela tuvo que abandonar a uno de sus hijos el día en que fueron rescatadas. Fue así como madre e hija llegaron a Francia.

“Dicen que los supervivientes olvidan, los hijos obedecen y los nietos quieren saber. Mis padres nunca hablaban de lo que les había traído hasta Francia, y mi abuela menos. Pero yo sabía que éramos diferentes, porque en casa hablábamos en otro idioma”.

Sylva era una niña francesa de origen armenio que presentía que algo horrible le había pasado a su familia, pero nadie le contaba nada. Ella encontró sus propias fuentes de información: “Yo tenía dos abuelas. La madre de mi madre nunca hablaba, pero Nvart, la señora que cuidó a mi padre, empezó a contarme cosas”.

Los armenios eran un pueblo cristiano rodeado de pueblos musulmanes. Como otras minorías religiosas, vivieron pacíficamente en el Imperio Otomano hasta mediados del siglo XIX, cuando una serie de independencias del Imperio —Rumanía, Serbia, Montenegro y Bulgaria— tuvieron consecuencias internas: entre los armenios surgieron las primeras reivindicaciones de derechos, también corrientes nacionalistas.

El genocidio es intentar que no tengas nada, ni historia ni cuerpo

Las primeras reacciones del gobierno otomano no tardaron en llegar. Se perseguía la difusión de sus ideas prohibiendo periódicos y empezaron a hacerse llamados públicos al exterminio de disidentes. En 1909 se produjeron las primeras matanzas, como la de la provincia de Adaná, que se saldó con la muerte de entre 15.000 y 30.000 armenios.

Al Imperio Otomano no le interesaba un nuevo estado que, previsiblemente, se aliaría con Rusia y podría suponer un peligro potencial. Por eso el 24 de abril de 1915 el gobierno otomano inició un exterminio coordinado: primero arrestó cerca de 50 intelectuales y líderes comunitarios que vivían en Estambul, los ejecutó. Continuó haciéndolo durante más de un mes con todo tipo de artistas y religiosos.

“Dicen que los supervivientes olvidan, los hijos obedecen y los nietos quieren saber”

Los integrantes del ejército otomano que fueran armenios también fueron masacrados, sus propiedades confiscadas. Miles de armenios fueron deportados y asesinados en campos de concentración como el de Rasul-ain o Deir El-Zor, o forzados al exilio a través del desierto.

El genocidio no es solamente matar gente. Lo primero es violar a mujeres y niños y luego matarlos mientra el hombre mira, atado a un árbol. También es destruir cruces, quemar libros. Es intentar que no tengas nada, ni historia, ni cuerpo a veces.

“En aquella época yo era feminista, había que ser feminista. Fumaba y llevaba escote”. Sylva tenía 18 años cuando hizo el viaje de su vida. Nunca antes había salido de Francia, pero subió sola a un tren París-Moscú, y durante ese trayecto de 48 horas experimentó su libertad femenina en plenitud, calada a calada.

En la capital rusa la esperaba un tío al que no había visto nunca. Con él subiría a avión que le llevaría a su tierra. “Estuve tres meses en Armenia, pasando de casa en casa y conociendo a familiares. Apenas hice turismo, iba a vivir el país. Lo que menos me gustó fue el machismo de los hombres, me miraban raro”.

Su estancia se repartió entre Erevan, la capital, Vanadzor y el enclave de Hin Bashkent, en Azerbayán.

Sylva comprendió que las matanzas se heredan
Un día, Sylva visitó el cementerio donde estaba enterrado su abuelo, el padre de su padre, allí se derrumbó. “Fue asesinado antes de que pudiera conocer a su hijo. Cuando vi la fotografía junto a su tumba…tenía 20 años. ¿Él era mi abuelo?, ¿por qué tenía mi edad cuando fue asesinado? ¿por qué había tantos muertos?, ¿por qué me había pasado esto?”.

Sylva comprendió que las matanzas se heredan. “Es una memoria hereditaria y afecta, claro que me afecta. 100 años no son nada. Toda Europa lo sabía y no hicieron nada”.

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No hay duda de que los crímenes contra los armenios se produjeron. Además de los propios testimonios armenios y de las pruebas que comprometen a las autoridades otomanas, hubo diplomáticos estadounidenses y británicos que informaron sobre las matanzas, y que incluso murieron en ellas.

Por ejemplo, el espía británico Eitan Belkind, infiltrado en el ejército otomano, informó sobre la incineración de 5.000 armenios en el campo de Hamal Pasa.

“Hay una frase que define bien lo que es el genocidio armenio”, dice Sylva. “La dijo Hitler justo antes de invadir Polonia. Se dirigió a sus generales y dijo: ‘No tengáis piedad, no habrá represalias. Después de todo, ¿quién recuerda la aniquilación de los armenios?'”.

El geonocidio armenio es considerado el primer genocidio moderno. El número total de víctimas es controvertido. Para los armenios la cifra asciende a 1,5 millones de muertos, mientras que en Turquía las instituciones estiman que fallecieron 300.000 personas. De acuerdo con la Asociación Internacional de Investigadores sobre Genocidio (AIGS), el total supera el millón de fallecidos.

La abuela Nvart no me educó en el odio. Me explicaba cosas bonitas, pero ella tenía otros amigos con los que yo también hablaba. Al odio llegué yo sola.

Antes de invadir Polonia Hitler dijo a sus generales: ‘No tengáis piedad, no habrá represalias. Después de todo, ¿quién recuerda la aniquilación de los armenios?
Con 12 años, Sylva ya era una investigadora del Centro de Estudios Armenios de Francia. Había aprendido a leer y a escribir en su lengua de forma autodidacta, y empezó documentándose sobre lo que más le atrajo entonces: “Me pasaba horas buscando información sobre música armenia. Luego entré en una fase en la que necesitaba luchar por la justicia, iba a manifestaciones. Hay cosas que si te las cuento, lloro”.

Sylva vuelve al silencio y se echa a llorar. Ella es una especie de Ana Frank armenia, una niña inteligente que se enfrentó a unas atrocidades que solo quienes lo han vivido pueden llegar a concebir.

Si Ana Frank hubiera sido una niña armenia, nadie se compadecería de ella ni admiraría su valioso testimonio.

Si Ana Frank hubiera sobrevivido al exterminio nazi, tendría 87 años y sería una de las personas más respetadas y queridas del mundo. La autora de Diario de Ana Frank sería el ángel cuya sola existencia serviría para que a la Historia le diera más vergüenza repetirse.

Pero si en vez de ser judía alemana la niña hubiera sido armenia, todo habría sido muy distinto.

Para empezar, el genocidio de su pueblo se habría iniciado 18 años antes, pero nadie hablaría de él. Tampoco habría películas de Hollywood, ni best sellers. La niña habría sido testigo de una matanza olvidada por todos, sería la heredera de un silencio colosal. Nadie se compadecería de ella ni admiraría su valioso testimonio.

Sylva no experimentó un genocidio en carne propia, sí lo descubrió cuando aún era pequeña. En concreto, descubrió que ella también era víctima de una matanza.

Sylva tiene acento francés pero es profesora de inglés en Barcelona, donde crió a su hija Aida. Asegura que ya no siente odio. Tampoco le duele el hecho de que haya genocidios que forman parte del imaginario popular, como el Holocausto judío, y que el armenio haya estado siempre rodeado de silencio.

“En el mundo hay muchas matanzas de las que nadie habla. A mí esta me afecta más, pero no me duele que se hable menos de la mía. ¿Los motivos de tanto silencio? No sé qué contestarte. Intereses. Armenia está en un lugar muy importante a nivel geoestratégico”.

Casi una treintena de países han reconocido el Genocidio Armenio, entre los que no está España. El pasado 2 de junio lo hizo Alemania, hecho que tensó aún más las relaciones con la Turquía de Erdogán. El Papa Francisco también denunció el genocidio en su reciente visita a Ereván el pasado junio.

Se están registrando casos de ancianos que, en su lecho de muerte, confiesan a sus hijos su verdadera identidad: no sin turcos, sino armenios
Turquía se resiste a reconocer los hechos. Se niega a utilizar la palabra Genocidio porque no considera que aquellas muertes de inocentes fueran fruto de un plan de exterminio premeditado. “Cuando le haces daño a un amigo, no puedes dormir. Alemania lo hizo bien con el Holocausto. Pidió perdón, yo creo que es lo más natural. Todos somos hijos de genocidas o de víctimas. No somos responsables, pero tenemos que liberarnos”.

Sylva asegura que si Turquía llegara a entrar en la Unión Europea sin reconocer las matanzas contra su pueblo, ella se marcharía de Europa. No podría soportarlo.

“Los turcos son víctimas, viven engañados. No saben lo que hicieron sus abuelos. Ahora muchos descubren que en realidad son armenios”. Sylva asegura que en Estambul se están registrando bastantes casos de ancianos que, en su lecho de muerte, confiesan a sus hijos su verdadera identidad. “Ocultaron toda la vida que eran armenios, para que no los mataran”.

Aida, la hija de Sylva, sorprendió a su madre cuando le dijo que quería bautizarse en Armenia. “La acompañé. Yo le había hablado del país, no de los horrores. No llegó a conocer a mis padres y no sabía que sentía eso”.

Para quienes están lejos, solos o desubicados, para quienes ni siquiera nacieron allí, la identidad funciona como una vieja manta de la que resulta difícil desprenderse. Si además esa manta ha sido heredada, si forma parte de un legado, calienta mejor: envuelto en ella, a ratos uno olvida que no está donde querría estar.

“Si no hubiera tenido novio en Barcelona, Aida se hubiera quedado Armenia”, cuenta Sylva. “Aquí nos tenemos la una a la otra, pero creo que allí la hacen sentir como parte de la familia”.

Fuente: Play Ground Mag

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